Golpes
de la vida, traiciones, engaños, o simplemente el paso del tiempo, endurecen
corazones, apagan entusiasmos, destruyen alegrías.
A
veces por culpa de otros, muchas otras veces por nuestra propia culpa, hemos dejado
que el corazón empiece a secarse. Entonces nos hacemos insensibles a las penas
del amigo, a las necesidades de familiares, a los problemas de quienes viven
cerca o lejos, a los sufrimientos de Jesús en el Calvario.
Caemos
en esa dureza que nos lleva a juzgar, a condenar, a mirar con desprecio.
Desconfiamos de los demás. Incluso al mirar al cielo, parece que tenemos para
Dios más reproches que alabanzas.
Es
entonces cuando necesitamos acercarnos al Corazón de Cristo. Un Corazón lleno
de amor al Padre y a los hombres. Un Corazón que vino no por los justos, sino
por los pecadores. Un Corazón que siente pena profunda al ver a tantos hombres
y mujeres perdidos, abandonados, solos, como ovejas que deambulan sin pastor
(cf. Mt 9,36).
Ese
Corazón me enseñará a ver el mundo con ojos distintos. Quitará de mis ojos
escamas de avaricia, y pondrá el brillo de la mirada luminosa de un niño que
confía plenamente en su Padre. Quitará de mis arterias rencores que envenenan,
y pondrá una sangre limpia y dispuesta a servir a los hermanos. Quitará de mi
inteligencia cálculos retorcidos y egoístas, y me dará fuerzas para pensar en
grande, con una mente como la del mismo Cristo.
Ese
Corazón me invitará a ser manso y humilde (cf. Mt 11,29). Manso ante quienes,
tal vez con intenciones buenas (sólo Dios sabe lo que hay dentro de cada uno)
me hacen daño, me insultan, me desprecian. Manso ante quienes son vengativos y
llenos de odios hacia los demás o hacia mí. Manso ante quienes provocan con
violencia y pueden ser vencidos con el bálsamo del perdón y de la acogida
benévola.
También
me ayudará a ser humilde. Humilde para no desanimarme ante esas faltas que no
llego a expulsar de mi alma. Humilde para no envidiar a quien va
"delante" y parece vivir rodeados de triunfos, y para no despreciar a
quien tal vez ha caído en un pecado que parece más grande que los míos. Humilde
para reconocer que todos los dones vienen de Dios, que por mí mismo no puedo
dar un solo paso en el camino de la gracia. Humilde para acudir, las veces que
haga falta, al sacramento de la confesión, con lágrimas sinceras y con la
confianza del hijo que busca a quien vino no para juzgar, sino para salvar (cf.
Jn 12,47).
Entonces
será posible el milagro: dejaré que Jesús extirpe de mis entrañas ese corazón
duro, de piedra, para darme un corazón de carne (cf. Ez 11,19; 36,26); un
corazón revestido "de entrañas de misericordia, de bondad, humildad,
mansedumbre, paciencia" (Col 3,12). Un corazón nuevo, que confía como un
niño en el amor constante del Padre, que se deja levantar como oveja rescatada
por el Hijo, que se inflama de gratitud y de esperanza en el Espíritu.
Ese
amor que se vuelve vital en cada rostro que vemos y acompañamos, un rostro
carcomido de tantos sufrimientos cotidianos que frente al rostro de Dios se
vuelve luz, se transfigura, porque el encuentro cara a cara con Dios (Ex 33,11);
hace en ti una mujer y un hombre nuevo, llenos de esperanza y fortaleza, llenos
de sabiduría y buen consejo, llenos del santo temor de Dios y sobretodo de amor
misericordioso.
A
cada instante podemos pedir sin dudar cual fuera la intención de nuestra
petición, que desde la infinita delicadeza de Dios para con sus hijos, él nos brinda
y dota de innumerables dones, cualidades y destrezas, que hacen de cada uno un
ser humano autentico.
Tener
un corazón puro, simboliza estar en gracia de Dios (Sal 24, 3-5), saberse libre
de prejuicios, libre de egoísmos, libre de soledades, libre de injusticias,
libre de hipocresías, libre de todo lo que nos aleja de Dios, solo así podremos
decir con certeza lucida, gracias Dios por concederme un corazón de carne,
antes que uno de piedra.
Gabriel
Flores L.
Riobamba
– Ecuador
2016
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